27 may 2016

Territorios sagrados a la venta

Profanando el inframundo



Oscuridad infinita. Cuando todo se hizo, el mundo con forma de híkuri (peyote) quedó rodeado de agua, pura agua, y estábamos así, como una lanchita flotando en la zona oscura. Inframundo manantial de vida, la región más fértil del universo wixárika, vio venir al sol de allá, desde Wirikuta, desde el Cerro del Quemado en donde nació chiquito y entonces, se hizo el día. Recorrió el cielo, pasó por aquí arriba y luego se fue pa’bajo. En el suelo se transformó en serpiente y se le vio salir por este lado. Los antiguos le fueron dejando unos pinos para que el sol no se cayera; es así como se hace de día y luego otra vez se hace de noche, y de día y de noche…

Llegué sin problema a San Blas, Nayarit, justo donde se encuentran las ruinas de la ex Aduana Marítima y la antigua Capitanía del Puerto,  dos edificios de principios del siglo XIX, ahora convertidos en una biblioteca abandonada que apenas se sostiene en pie. Poco queda del alguna vez glorioso puerto que fue hogar y punto de partida del Batallón de San Blas, ese que luchó con valor en la guerra de 1847 contra el invasor americano, y cuya insignia es hoy  la bandera oficial del Castillo de Chapultepec, que alberga el Museo Nacional de Historia.


El embarcadero está desierto, el sol a dos horas de alcanzar la cima, cae sobre mí insolente, burlándose de mis precauciones. El hombre de la lancha dijo llamarse Hernán, sólo bastaron veinte pesos para conseguir que me pusiera del otro lado, en territorio prohibido, en ese lugar donde según la leyenda,  los dioses dieron sus primeros pasos sobre la tierra. Llegué con la madre del mar con la más pagana de las intenciones, Tatéi Haramara no me invitó, pero yo estaba ahí con bañador y mochila al hombro, con sombrero y bloqueador, armada con repelente para combatir a los demonios que ahí habitan. 


Vaya por ahí, por donde caminan los huicholes, ellos van a donde usted va. Me dijo el lanchero sin más indicación que unos dedos cubiertos por una gruesa piel morena señalando al frente. Un caminito terroso se abre paso entre los manglares, los huicholes caminan en fila india. Una señora con dos niños quedó hasta atrás, con un chamaco en cada mano la va haciendo de lazarillo, porque ambos críos traen la cara tapada con un paliacate. A cada tropiezo corresponde un jalón del brazo para enderezar a los escuincles. Cuestiono a Hernán con la mirada y se encoje de hombros. A veces se desmayan, me dice, los traen sin comer, vienen caminando desde muy lejos. Inmediatamente mi ceño se pone en guardia y comienzo a caminar siguiendo su misma ruta.


Unos pasos adelante los moscos comienzan con su ataque, leve porque no es la hora, si fueran las seis de la tarde, ni en mi peor momento de locura me hubiera parado ahí. Envalentonada saco el repelente de la mochila y los hago retroceder. Un peregrino viene corriendo detrás de mí, parece rezagado. Más allá de los morrales que trae cargando y el paliacate  al cuello, no hay nada que delate su pertenencia al grupo, pero tan solo al mirarlo te das cuenta de que, sin duda,  es uno de ellos. Me mira a los ojos, es el primero que lo hace, ¿compra un morral?, me dice acercándose sin salir del caminito. ¿Cuánto?, reviro dispuesta. ¡No oiga, está muy caro! Contesté disimulando mi resignación, ya que regatear no me iba a conseguir nada que no fuera un sentimiento de culpa por pretender  abaratar el trabajo de aquel hombre. Acelera el paso, alcanza a la mujer al final de la fila, le quita un niño. No lo carga, sólo le da la mano y los jalones corresponden a cada tropezón ocasionado por  esa ceguera inducida que sigo sin entender.

Es curioso como en un tramo tan corto de camino el paisaje comienza a cambiar,  los árboles han quedado atrás y ahora, desde abajo, puedo ver lo alto del Cerro Sagrado y sobre él, El Faro. A la derecha, al fondo hay una construcción de piedra, parece una cabaña. Me debato entre acercarme o seguir los pasos de mis guías, que ya me han dejado muy atrás. El temor a perderme algo interesante hace que me apresure, ya de  regreso iré a profanar ese lugar.


Vuelvo a ver a la señora con los niños al final de la fila, tratando  de hacerme a la idea de la importancia y el significado de su peregrinación, al ser  una  escéptica, es muy difícil para mí ceder a la seducción de la espiritualidad. Con la facha propia del turista, pero eso sí, con cara de mucho mundo, estoy aquí, sudando a chorros en algún punto del Gran Nayar. En la parte meridional de la Sierra Madre Occidental, que corre a ambos lados del cañón del río Chapalagana. Tatéi Haramara  es uno de los cinco rumbos del universo que se incluyen en Wirikuta, la ruta sagrada o  ruta del peyote. Se dice que justo aquí, en este punto del Océano Pacífico surgieron los primeros seres. Para la cultura wixárika la vida viene del mar, lo que nosotros conocemos como “La Isla del Rey” en el municipio de San Blas, Nayarit, es el lugar en donde los dioses iniciaron su caminar por la tierra. San Blas es el inframundo, la fuente primordial de vida, al agua salada se le atribuye toda fertilidad, sin ella no habría lluvia en sus tierras. Los wixaritari (huicholes) imploran a la madre del mar por salud y cosechas,  también realizan bodas, bautizos o piden algún otro tipo de favor.

Conforme avanzamos los mangles se van haciendo menos, ya no hay árboles, ni palmeras, el terreno se convierte en dunas y el sol me dice: te lo advertí. Al subir la loma el mar se asoma al fondo, justo debajo de la gran roca, el agua la rodea y las olas rompen una tras otra al llegar a la playa. Aves de diferentes plumajes sobrevuelan el monolito, decenas de kamikazes emplumados se dejan caer al agua en busca de peces. Me detengo un momento para mirar el paisaje que se abre de capa frente a mí. Veinte pesos y un marcador: Pagana cero, Jejenes tres, no parece suficiente para pagar tanta belleza.


Veo a los peregrinos seguir su camino hasta la playa, se instalan en una cordillera de rocas alineada en la arena, donde otros los esperan. No muy lejos de la orilla, un poco más atrás de donde revienta el mar, hay un par de chicos con tablas de surf. Se ven felices subiendo y bajando de las olas, me doy cuenta que éste es su parque de diversiones. Son muy afortunados. Sigo acercándome a la playa volteando de vez en vez a donde están los huicholes, no quiero pecar de imprudente aunque estoy segura que no tengo salvación, soy el extraño enemigo profanando con mi planta su suelo y lo peor, es que estoy disfrutando mi transgresión. En un intento por hacerme invisible, me instalo a una distancia razonable, dándoles espacio, espacio que por creación divina les pertenece, así que mi indulgencia está sobrada. Un escaleno imaginario se traza entre ellos, la roca y yo, dejando a los insolentes surfistas al centro, soportando, sin ningún pendiente,  la mirada fija de Waxiewe. 



El primer objeto sólido del cosmos, Waxiewe, la Gran Piedra Blanca, es  el punto occidental de su geografía ritual, lugar  donde  habita Tatéi Haramara. Según los relatos wixárikas, la diosa del mar se lanza contra la roca para convertirse en vapor y lluvia. La lógica sacrificial de su cosmogonía  transforma a la diosa en piedra, asumiendo que se arroja contra sí misma para convertirse en ella. La miro fijamente y la imagino así, en ese constante morir y renacer, lo cual se me hace estremecedor y poético al mismo tiempo. Frente a Waxiewe, los peregrinos depositan en la arena las ofrendas que el mar le ha de entregar.

Mi  vista se pasea por la extensa playa, la cual intenta ganarle terreno al mar, calculo que serán necesarias largas y numerosas  zancadas para llegar a una profundidad considerable.  Por toda la orilla hay ofrendas que las olas no han entregado, se van amontonando sobre la arena velas de diferentes colores llenas de listones,  plumas de aves y hojas de maíz. Una que otra jícara decorada con chaquiras, carritos de juguete y etiquetas bordadas a mano con formas de humanos o milpas. Su presencia me provoca sentimientos encontrados, a primera vista las siento ofensivas con la naturaleza, toda esa parafina a medio derretir contaminando el lugar, sin embargo, hay una belleza tentadora en ellas. Si no fuera por la presencia de los peregrinos seguro ya me hubiera embolsado más de una, aunque al final no lo hice por no llevarme conmigo una maldición. Con eso de las maldiciones, es mejor pasar de la herejía al “no vaya ser”, porque a pesar de que todo eso está ahí tirado, es propiedad de una dueña muy celosa.


En el lugar no hay más sonido que la mezcla creada por viento, olas y graznar de aves. Los chicos de las tablas se ponen la ropa sobre la piel mojada y se van a la carrera. Ahora sólo estamos los peregrinos y yo en ese extenso paraíso. Asumo que ellos me han ignorado todo el tiempo, porque mi poca fe me impide aceptar que la invisibilidad ha funcionado. Salvo el vendedor de los morrales, todos pretenden que no existo. Están ellos y la roca, la Gran Piedra Blanca que los profanadores de “la otra compañía” han querido sepultar bajo la imagen de La Virgen de Fátima. La han puesto ahí en un intento de darle legalidad a la adoración de la madre del mar. 


Los wixáricas se dividen en hombres y mujeres, son ellas, las de las naguas largas y coloridas las que se acercan primero, frente a Waxiewe hacen sus oraciones. Estamos en mayo, es temporada de pedir, ya después de las cosechas, en la próxima peregrinación, será el momento de agradecer. Se mojan la cabeza con agua salada, rellenan unas botellas, parece que las de Coca-Cola son sus favoritas. Las mujeres, más ligeras y puras,  regresan a sentarse en las rocas junto a los demás. Ahora los hombres hacen lo propio. Finalizan su ritual clavando las ofrendas en la arena. El ayuno ha terminado y los niños se han hecho a la luz. Ahora, todos comen.



La peregrinación, abstinencias, el consumo del peyote y el sacrificio (ocasional) de algunos animales son parte esencial de este ritual que se ven precisados a realizar por medio de la recreación de sus mitos de origen. Lo harán de forma permanente si es que quieren garantizar su existencia. Desde el  año 1988, Wirikuta forma parte de la red mundial de Sitios Sagrados Naturales de la UNESCO, en  1994 fue declarada área natural protegida por el gobierno de México. A pesar de esto, se siguen otorgando concesiones a diferentes compañías nacionales y extranjeras en estas zonas. En el caso de Tatéi Haramara los invasores, además de la que aquí narra y los surfistas, son los dueños de una compañía hotelera. En “La isla del Rey” se han abierto caminos y desmontado los alrededores, parte del cerro sagrado ha sido destruido y las ofrendas que depositan los wixaritari no son respetadas.




Viajo con la mirada de un enemigo a otro. De la zona ocupada por los hoteleros,  con su conato de obra en construcción abandonada a los pies del cerro,  hasta  los huicholes en la playa compartiendo los alimentos con apariencia muy relajada, mientras   trato de adivinar quién ganará esta batalla. Prefiero no pensar, aprovecho el abandono de unos y la distracción alimenticia de los otros para meterme al mar. Hay un efecto narcótico al sumergirme en el centro del cosmos. Sentir la muerte en las profundidades marinas cuando tocas las puertas del inframundo wixárika para después renacer en la superficie, emergiendo en ese paraíso custodiado por La Gran Roca. Existen infinidad de  descripciones para el goce de lo prohibido, me guardaré las mías para lamerlas en la intimidad. Profané su suelo y sus mares, el placer de ese pecado, me hizo ajena al remordimiento. Lo hice, y juro por los dioses, los suyos y los míos, que lo volvería a hacer.


Los veo partir desde el agua, sigo  a los  peregrinos con la mirada hasta que desaparecen tras la loma y entonces salgo del mar.  La experiencia me hace sentir en deuda, pero no tengo una ofrenda para entregar en la arena. Recuerdo las palabras que alguna vez leí  de un  Marakame (el que sabe),  asegura que en la actualidad llueve poco y hay muchas enfermedades porque los dioses han castigado al pueblo huichol por haber difundido su cultura. Sus ritos y costumbres no deberían ser conocidos por todos,  porque son sagrados y pertenecen  a los wixaritari.




Mientras el Consejo Wixárika se debate entre leyes ajenas y concesiones forzadas por recuperar la soberanía sobre sus territorios, Tatéi Haramara se defiende. Tiene al rey sol a su favor, además, posee un ejército de salvajes moscos para ayuntar a los perpetradores, la terrorífica presencia de los jejenes ha sido un arma muy poderosa. Sea pues esta mi ofrenda pendiente, que sirvan mis palabras para invitar al respeto de sus ritos y costumbres, aunque mi herejía no busca perdón, sólo paga con un inmenso respeto, por el placer de profanar su cosmos.




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