Profanando el inframundo
"Cuando todo se hizo, el mundo con forma de híkuri (peyote) quedó
rodeado de agua, pura agua, y estábamos así, como una lanchita flotando en la
zona oscura. Inframundo manantial de vida, la región más fértil del universo
wixárika, vio venir al sol de allá, desde Wirikuta, desde el Cerro del Quemado
en donde nació chiquito y entonces, se hizo el día. Recorrió el cielo, pasó por
aquí arriba y luego se fue pa’bajo. En el suelo se transformó en serpiente y se
le vio salir por este lado. Los antiguos le fueron dejando unos pinos para que
el sol no se cayera; es así como se hace de día y luego otra vez se hace de
noche, y de día y de noche…"
Llegué
sin complicaciones al embarcadero de San Blas, Nayarit, justo donde se encuentran las ruinas de la ex
Aduana Marítima y la antigua Capitanía del Puerto, dos edificios de principios del siglo XIX,
ahora convertidos en una biblioteca abandonada que apenas se sostiene en pie.
Poco queda del alguna vez glorioso puerto que fue hogar y punto de partida del
Batallón de San Blas, ese que luchó con valor en la guerra de 1847 contra el
invasor americano, y cuya insignia se convirtió en la bandera oficial del Castillo de
Chapultepec, hoy bajo el resguardo del Museo Nacional de Historia.
El
embarcadero está desierto, el sol a dos horas de alcanzar la cima, cae sobre mí
insolente, burlándose de mis precauciones. El hombre de la lancha dijo llamarse
Hernán, solo bastaron veinte pesos para conseguir que me llevara al otro lado, al territorio prohibido, en ese lugar donde según la leyenda, los dioses dieron sus primeros pasos sobre la
tierra.
Llegué con la madre del mar con la más pagana de las intenciones, Tatéi
Haramara no me invitó, pero yo estaba ahí con bañador y mochila al hombro, con
sombrero y bloqueador solar de amplio espectro, armada con repelente para combatir a los demonios que
ahí habitan.
"Vaya
por ahí, por donde caminan los huicholes, ellos van a donde usted va". Me dijo
el lanchero sin más indicación que unos dedos cubiertos por una gruesa piel
morena señalando al frente. Un caminito terroso se abre paso entre los
manglares, los huicholes caminan en fila india. Una señora con dos niños quedó
hasta atrás, con un chamaco en cada mano la va haciendo de lazarillo, porque
ambos críos traen la cara tapada con un paliacate. A cada tropiezo corresponde
un jalón del brazo para enderezar a los escuincles. Cuestiono a Hernán con la
mirada al respecto y él solo se encoje de hombros. "A veces los niños se desmayan", me dice, "los traen sin
comer, vienen caminando desde muy lejos". Inmediatamente mi ceño se pone en
guardia y comienzo a caminar siguiendo la misma ruta que ellos.
Unos
pasos adelante los moscos comienzan con su ataque, leve porque no es la hora,
si fueran las seis de la tarde, ni en mi peor momento de locura me hubiera
parado ahí, moriría acribillada por ellos. Envalentonada saco el repelente de la mochila y los hago
retroceder.
Escucho unos pasos que se aproximan y giro la cabeza para encontrarme con un peregrino que viene corriendo detrás de mí, al parecer se quedó rezagado. No hay nada, además de los morrales que trae cargando y el paliacate al cuello, que delate su
pertenencia al grupo, pero tan solo al mirarlo te das cuenta de que, sin duda, es uno de ellos. Me mira a los ojos, es el único que lo hace, ya que ninguno de ellos me dio la cortesia de una mirada. "¿Me compra un morral?", me dice acercándose sin salir del
caminito. "¿Cuánto vale?", reviro dispuesta. "¡No oiga, está muy caro!" Contesté disimulando
mi resignación, ya que regatear no me iba a conseguir nada que no fuera un
sentimiento de culpa por pretender
abaratar el trabajo de aquel hombre. Él acelera el paso sin darle importancia a mi comentario y alcanza a la mujer
al final de la fila, le quita a uno de los niños. No lo carga, solo le da la mano y los
jalones que corresponden a cada tropezón ocasionado por esa ceguera inducida que sigo sin entender.
Es
curioso como en un tramo tan corto de camino el paisaje comienza a cambiar, los árboles han quedado atrás y ahora, desde
abajo, puedo ver lo alto del Cerro Sagrado y sobre él, El Faro. A la derecha,
al fondo hay una construcción de piedra, parece una cabaña. Me debato entre
acercarme a inspeccionar ese lugar o seguir los pasos de mis guías, que ya me han dejado muy atrás. El
temor a perderme algo interesante hace que me apresure, en mi camino de regreso podré ir a profanar ese lugar.
Vuelvo
a ver a la señora con los niños al final de la fila, tratando de hacerme a la idea de la importancia y el significado
de su peregrinación, pero digamos que son una escéptica, es muy difícil para mí ceder a la
seducción de la espiritualidad. Y sin embargo aquí estoy, con la facha propia del turista, pero eso sí,
con cara de mucho mundo y sudando a chorros en algún punto del Gran
Nayar. En la parte meridional de la Sierra Madre Occidental, que corre a ambos lados
del cañón del río Chapalagana. Tatéi Haramara es uno de los cinco rumbos del universo que se
incluyen en Wirikuta, la ruta sagrada o
ruta del peyote. Se dice que justo aquí, en este punto del Océano
Pacífico surgieron los primeros seres. Para la cultura wixárika la vida viene
del mar, lo que nosotros conocemos como “La Isla del Rey” en el municipio de
San Blas, Nayarit, es el lugar en donde los dioses iniciaron su caminar por la
tierra. San Blas es el inframundo, la fuente primordial de vida, al agua salada
se le atribuye toda fertilidad, sin ella no habría lluvia en sus tierras. Los
wixaritari (huicholes) imploran a la madre del mar por salud y cosechas, también realizan bodas, bautizos o piden algún
otro tipo de favor.
Conforme
avanzamos los mangles van desapareciendo, ya no hay árboles, ni palmeras, el
terreno se convierte en dunas y el sol me dice: "te lo advertí". Al subir la loma
el mar se asoma al fondo, justo debajo de la gran roca, el agua la rodea y las
olas rompen una tras otra al llegar a la playa. Aves de diferentes plumajes sobrevuelan
el monolito, decenas de kamikazes emplumados se dejan caer al agua en busca de
peces. Me detengo un momento para mirar el paisaje que se abre de capa frente a
mí. Veinte pesos y un marcador: Pagana (o sea yo) cero - Jejenes (moquitos) tres, no parece ser suficiente
para pagar tanta belleza.
Veo
a los peregrinos seguir su camino hasta la playa, se instalan en una cordillera
de rocas alineada en la arena, donde otros ya los esperan. No muy lejos de la
orilla, un poco más atrás de donde revienta el mar, hay un par de chicos con
tablas de surf. Se ven felices subiendo y bajando de las olas, me doy cuenta
que éste es su parque de diversiones, lo cual los hace muy afortunados. Sigo acercándome a
la playa volteando de vez en vez a donde están los wixaritari, no quiero pecar
de imprudente, aunque estoy segura que no tengo salvación, soy un extraño
enemigo profanando con mi planta su suelo y lo peor, es que estoy disfrutando
mi transgresión.
En un intento por hacerme invisible, me instalo a una distancia
razonable, dándoles espacio, espacio que por creación divina les pertenece, así
que mi indulgencia está sobrada. Un escaleno imaginario se traza entre ellos,
la roca y yo, dejando a los insolentes surfistas al centro, soportando, sin
ningún pendiente, la mirada fija de
Waxiewe.
El
primer objeto sólido del cosmos, Waxiewe, o la Gran Piedra Blanca, es el punto occidental de su geografía ritual, lugar donde
habita Tatéi Haramara. Según los relatos wixárikas, la diosa del mar se
lanza contra la roca para convertirse en vapor y lluvia. La lógica sacrificial
de su cosmogonía transforma a la diosa
en piedra, asumiendo que se arroja contra sí misma para convertirse en ella. Miro la roca fijamente y la imagino así, en ese constante morir y renacer, lo cual se
me hace estremecedor y poético al mismo tiempo. Frente a Waxiewe, los
peregrinos depositan en la arena las ofrendas que el mar le ha de entregar.
Mi vista se pasea por la extensa playa, la cual
intenta ganarle terreno al mar, calculo que serán necesarias largas y numerosas
zancadas para llegar a una profundidad
considerable. Por toda la orilla hay
ofrendas que las olas no se han llevado, se van amontonando sobre la arena velas
de diferentes colores llenas de listones, plumas de aves y hojas de maíz. Una que otra
jícara decorada con chaquiras, carritos de juguete y etiquetas bordadas a mano
con formas de humanos o milpas. Su presencia me provoca sentimientos
encontrados, a primera vista las siento ofensivas con la naturaleza, toda esa
parafina a medio derretir contaminando el lugar, sin embargo, hay una belleza
tentadora en ellas. Si no fuera por la presencia de los peregrinos seguro ya me
hubiera embolsado más de una, aunque al final decidí no hacerlo, por temor a llevarme
conmigo una maldición. Con eso de las maldiciones, es mejor pasar de la herejía
al “no vaya ser”, porque a pesar de que todo eso está ahí tirado, es propiedad
de una dueña muy celosa.
En
el lugar no hay más sonido que la mezcla creada por viento, olas y graznar de
aves. Los chicos de las tablas se ponen la ropa sobre la piel mojada y se van a
la carrera. Ahora solo estamos los peregrinos y yo en ese extenso paraíso. Asumo
que ellos me han ignorado todo el tiempo, porque mi poca fe me impide aceptar
que la invisibilidad que estoy tratando de invocar ha funcionado. Salvo el vendedor de los morrales, todos ellos pretenden que no existo. Son ellos y la roca, la Gran Piedra Blanca que los
profanadores de “la otra compañía” han querido sepultar bajo la imagen de La
Virgen de Fátima. La han puesto ahí en un intento de darle "legalidad" a la
adoración de la madre del mar.
Los
wixáricas se dividen en hombres y mujeres, son ellas, las de las naguas largas
y coloridas las que se acercan primero, frente a Waxiewe hacen sus oraciones. Estamos
en mayo, es temporada de pedir, ya después de las cosechas, en la próxima peregrinación,
será el momento de agradecer. Ellas se mojan la cabeza con agua salada, rellenan unas
botellas, parece que las de Coca-Cola son sus favoritas. Las mujeres, más
ligeras y puras, regresan a sentarse en
las rocas junto a los demás. Ahora los hombres hacen lo propio. Finalizan su
ritual clavando las ofrendas en la arena. El ayuno ha terminado y en vendaje sobre los ojos de los niños ha desaparecido. Ahora, todos comen.
La
peregrinación, abstinencias, el consumo del peyote y el sacrificio (ocasional)
de algunos animales son parte esencial de este ritual que se ven precisados a
realizar por medio de la recreación de sus mitos de origen. Lo harán de forma
permanente si es que quieren garantizar su existencia.
Desde el año 1988, Wirikuta forma parte de la red
mundial de Sitios Sagrados Naturales de la UNESCO, en 1994 fue declarada área natural protegida por
el gobierno de México. A pesar de esto, se siguen otorgando concesiones a diferentes
compañías nacionales y extranjeras en estas zonas. En el caso de Tatéi Haramara
los invasores, además de la que aquí narra y los surfistas, son los dueños de
una compañía hotelera. En “La isla del Rey” se han abierto caminos y desmontado
los alrededores, parte del cerro sagrado ha sido destruido y las ofrendas que
depositan los wixaritari no se respetan.
Viajo
con la mirada de un enemigo a otro. De la zona ocupada por los hoteleros, con su conato de obra en construcción abandonada
a los pies del cerro, hasta los wixaritari en la playa compartiendo los
alimentos con apariencia muy relajada, mientras yo trato
de adivinar quién ganará esta batalla.
Prefiero no pensar, aprovecho el
abandono de unos y la distracción alimenticia de los otros para meterme al mar. Siento un efecto narcótico al sumergirme en el centro del cosmos. Es como palpar la vida y la muerte en las profundidades marinas, cuando tocas las puertas del inframundo wixárika
para después renacer en la superficie, emergiendo en ese paraíso custodiado por
La Gran Roca.
Existen infinidad de
descripciones para el goce de lo prohibido, me guardaré las mías para
lamerlas en la intimidad. Profané su suelo y sus mares, el placer de ese
pecado, me hizo ajena al remordimiento. Lo hice, y juro por los dioses, los
suyos y los míos, que lo volvería a hacer.
Después de un rato los
veo partir desde el agua, sigo a
los peregrinos con la mirada hasta que
desaparecen tras la loma y entonces salgo del mar. La experiencia de nadar en estas aguas me hace sentir en deuda, pero
no tengo una ofrenda para entregar en la arena. Recuerdo entonces las palabras que
alguna vez leí de un Marakame (el que sabe), él asegura que en la actualidad llueve poco y hay
muchas enfermedades porque los dioses han castigado al pueblo wixárika por haber
difundido su cultura. Sus ritos y costumbres no deberían ser conocidos por nosotros, los ajenos; porque son sagrados y pertenecen solo a los wixaritari.
Mientras
el Consejo Wixárika se debate entre leyes ajenas y concesiones forzadas por
recuperar la soberanía sobre sus territorios, Tatéi Haramara se defiende. Tiene
al rey sol a su favor, además, posee un ejército de salvajes mosquitos para
ayuntar a los perpetradores, la terrorífica presencia de los jejenes ha sido un
arma muy poderosa.
Sea pues esta mi ofrenda pendiente, que sirvan mis palabras
para invitar al respeto de sus ritos y costumbres, aunque mi herejía no busca perdón,
solo intenta pagar con un gran respeto, por el inmenso placer de profanar su cosmos.
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