21 ago 2018

Ni héroe, ni asesina


Sólo un caso de la vida real


La misión del día: llevar a mi padre con el doctor. Como tenía algunas otras cosas por hacer, salí de la casa con bastante  anticipación para aprovechar la vuelta y cumplir con todos mis pendientes. Mis padres viven muy cerca de mi casa, así que en un par de minutos estaba allí. Estacioné el carro frente a la puerta y todo sin novedad. Don Jorge, (mi señor padre) requiere de una andadera para caminar, así que abordar el auto le lleva algo de tiempo. Todo seguía tranquilo, ni un solo ruido que nos hiciera sospechar lo que pasaría. Después de recorrer varios kilómetros, digamos unos veinte minutos de camino, escuché un ruido extraño en el motor, como si se hubiera reventado una banda o algo así. ¡Valiendo!, pensé, y me orillé de inmediato. Al abrir el cofre del auto... ¡Oh sorpresa! ¡UN GATO!

Un gato al que no le veía ni pies ni cabeza, salvo un pedazo de lomo en donde se alcanzaba a ver su respiración agitada. Puedo describir mi reacción como un lapsus brutus, pendejus, terroríficus. No me atrevía a tocarlo, pensé que lo iba a sacar escurriendo tripas al pobre, la culpa me estaba matando y el saber que el animalito estaba sufriendo, más. No lo atropellé, de eso estaba totalmente segura, digo, soy distraída pero no tanto. De hecho identifiqué al gato como la mascota de mi vecina, es decir, ese gato estaba en el motor de mi auto desde que salí de casa.

El animalito no se movía, ni hacía ruidos, sólo respiraba con dificultad. Informé los hechos a mi papá, que ya estaba dispuesto a darme indicaciones para reparar el auto, cuando le dije que traía un gato en el motor y no en la cajuela se quedó con la boca abierta. Empecé a buscar entre la gente alguien que pudiera ayudarme con mi ataque histérico de: “soy una indefensa damisela”. De inmediato mis ojos se fijaron en un hombre de aspecto muy rudo que iba caminando por la calle. Gordo, grandote, pelón, mal encarado, que si me lo encuentro en otro momento seguro me cambio de acera, pero bueno, era lo que había y le pedí ayuda.  ¿Me puedes ayudar a sacar al gato de ahí?, le pregunté;  la verdad no me atrevo a tocarlo, creo que está herido. En un discurso muy parecido a un bla, bla, bla, le expuse todos mis temores y la razón por la cual, necesitaba de su valeroso acto heroico. El prospecto de Jason Statham con sobrepeso que me pepené, sólo atinó a decir con su voz ronca: Híjole, es que no me gustan los gatos. ¡¡Qué!! Mi tono de damisela en apuros cambió inmediatamente por el de, muy de moda, matriarcado opresor. Yo tampoco soy fan de los gatos, pero seguro está sufriendo y necesito moverme de aquí, le dije en tono de regaño y clavándole el puñal de la culpa.  El caso que el tipo no hizo nada, era inmune a mi sufrimiento, y al del gato, claro está, pero se quedó a mi lado en calidad de observador.

Hay que buscar algo con que picarle, dijo el gallardo caballero.  Y ante los ojos de pistola que le dediqué, me dijo que era nada más para que asomara la cabeza, así  que Don Metiche agarra una ramita y me la da. O sea, ni pa’ eso. La ramita no fue necesaria, en ese momento el gato sacó la cabeza y empezó a maullar, yo seguía pensando que estaba herido, lo pensé unos segundos más hasta que Don Metiche me sacó de la indecisión cuando me confirmó que no me iba a servir para nada. Me dan miedo los gatos, me dijo el inocente bodoque de uno ochenta y ciento diez kilos. Estuve a punto de decirle ya lárgate de que aquí, pero la verdad es que el supuesto badass que escogí, estaba muy interesado en ver cómo terminaba la historia.

Me acerqué al gato y lo acaricié en la cabeza. El minino no dio señales de querer arrancarme la mano y tampoco opuso resistencia, así que finalmente lo tomé con las dos manos y lo saqué. No tenía rastros de sangre, sólo estaba lleno de grasa. Lo agarré con más confianza para revisarlo y no parecía que la maniobra le causara algún dolor. Tenía una herida superficial en el lomo, perdió pelo en esa parte, pero no sangraba. Cuando lo vi completo, lo identifiqué como el gato de la vecina, madre de dos chicas amigas de mi hija, una de ellas, estudiante del último año de veterinaria. Ya no lo pensé más y lo subí al carro. Todavía despedí al inútil con un: muchas gracias.

Mi papá no podía creer lo que estaba haciendo, ¿a dónde vas con ese animal? ¡Suéltalo! Me dijo. ¡Ay no papá! Este gato tiene dueño y de seguro lo andan buscando. Además necesita que lo revisen.  Se te va a desangrar aquí y luego cómo lo vas a sacar. No dije nada y miré al gato, estaba aterrado. Conduje de regreso a casa, volteando a ver los signos vitales del peludo pasajero. No puedo decir que iba más tranquila, porque ahora iba pensando en dar la terrible noticia a las dueñas del gato. Mi predisposición al drama me decía que el animal tenía una hemorragia interna, que se me iba a morir en el carro o unas horas después de entregarlo… iba a ser la “mata gatos”.


Me estacioné frente a la casa de la víctima, no mi casa, la del gato y toqué la puerta. No esperé a que me abrieran y fui a bajar el gato del carro. En cuanto extendí la mano para sacarlo de abajo del asiento del copiloto, me sacó los dientes y yo me hice para atrás. Por fortuna salió de la casa precisamente la casi veterinaria, le pregunté si ellas tenían un gato anaranjado y me dijo que sí. Sin esperar a que dijera nada más, le solté los acontecimientos, remarcándole que no sabía que el gato se había metido solito en el motor y que yo no me di cuenta. La chica sin perder la calma, esperó a que terminara de recitar todas las atenuantes con las que contaba y me dijo: ese no es mi gato, el mío está adentro de la casa.

Se acercó a ver al gato, yo seguía parada como mensa por un lado. Ella tampoco lo tocó, pero lo reconoció como un gato de la zona. Lo he visto por aquí, debe ser de algún otro vecino. Sacó su celular y le tomó una foto para subirlo a las redes sociales del fraccionamiento junto con mi declaración de homicidio imprudencial. Con mucho cuidado me acerqué de nuevo al gato y lo saqué del auto, lo sostuve en el aire para que la doctora lo viera, le di la vuelta para que pudiera revisar la herida en el lomo y lo empezó a acariciar, pese a que estaba todo lleno de grasa. Se ve bien, me dijo, yo estaba segura que al menos estaba todo magullado, pero me tranquilicé un poco. Hay esperanza, pensé.

Deposité con cuidado al gato en el jardín, con la idea de ir a buscar un poco de agua y un birote para el susto, mitad para él, mitad para mí. En cuanto se sintió con las cuatro patas en tierra, el gato salió corriendo. Ese gato no tiene nada señora, pero gracias por preocuparse por nosotros. ¡Méndigo gato! Digo, la fama de malagradecidos de los felinos es legendaria, pero la verdad es que me sentí engañada. Todavía lo alcancé a ver cruzar la calle  como si nada.

Como antecedente les diré que ese felino oportunista, tenía al menos dos días metido en el carro, porque mi auto no se movió en todo el fin de semana. Recuerdo haberlo escuchado llorar como si estuviera frente a mi puerta, hasta renegué por la inconsciencia del minino que no iba a llorarle a su dueña para que le abriera. Caí en cuenta que el animal (así despectivo) se metió al auto, tal vez para protegerse de la lluvia de unos días antes y ya no pudo salir, así como se suben a los árboles y luego no se saben bajar. De lo que no hay duda es que los muy ladinos en efecto tienen siete vidas, porque ni el ayuno de dos días, la deshidratación, ni su revolcada en el motor de mi auto pudieron con él y al final no quedé ni como héroe, ni como asesina, sino como una víctima más de su astucia.




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