LOS AMANTES DE CHELITA
Encontré a mi tía Chelita en el jardín
de su casa viendo el atardecer sentada en la mecedora, aferrada todavía a su
café matutino. Sus momentos de lucidez cada vez son menos, no siempre se
acuerda de mí, no siempre es capaz de entablar una conversación. Al intentar
quitarle la taza fría de las manos, la apretó con fuerza y volteó a verme
confundida. La solté. No estoy segura de sí logró reconocerme, pero retiré mis
manos de su regazo y sonreí para tranquilizarla. Me devolvió una sonrisa tímida
antes de volver la mirada al horizonte.
“Las
tazas de café frío son como los viejos amantes”; dijo sin mirarme. “A veces se
te atraviesan en el camino, les das un sorbo y te seducen de nuevo, te vuelves
a sentir deseada”. “Otras", continuó, "solo encuentras un gélido sabor amargo; es
entonces cuando sabes que puedes tirarlo por el resumidero sin remordimiento y
moler algunos granos para preparar café de nuevo”. No supe qué responder a eso,
pero me di cuenta de que ella tampoco esperaba una respuesta.
Cuando
Chelita murió, un par de semanas después, encontré esparcidas por toda su casa
tazas con café frío. Dos en el buró, una bajando las escaleras, tres en la
cocina; seis entre la sala y el comedor, una en el baño, cuatro tazas vacías en
el fregadero y, para mi sorpresa, la cafetera descompuesta.
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