Solo un caso de la vida real
La misión del día: llevar a mi padre
con el doctor. Como tenía algunas otras cosas por hacer, salí de la casa con
bastante anticipación para aprovechar la
vuelta y cumplir con todos mis pendientes. Mis padres viven muy cerca de mi
casa, así que en un par de minutos estaba allí. Estacioné el carro frente a la
puerta y todo sin novedad. Don Jorge, (mi señor padre) requiere de una andadera
para caminar, así que abordar el auto le lleva algo de tiempo. Todo seguía
tranquilo, ni un solo ruido que nos hiciera sospechar lo que pasaría. Después
de recorrer varios kilómetros, digamos unos veinte minutos de camino, escuché
un ruido extraño en el motor, como si se hubiera reventado una banda o algo
así. ¡Valiendo!, pensé, y me orillé de inmediato. Al abrir el cofre del auto...
¡Oh sorpresa! ¡UN GATO!
Un gato al que no le
veía ni pies ni cabeza, salvo un pedazo de lomo en donde se alcanzaba a ver su
respiración agitada. Puedo describir mi reacción como un lapsus brutus, pendejus, terroríficus. No me
atrevía a tocarlo, pensé que lo iba a sacar escurriendo tripas al pobre, la
culpa me estaba matando y el saber que el animalito estaba sufriendo, más. No
lo atropellé, de eso estaba totalmente segura, digo, soy distraída pero no
tanto. De hecho identifiqué al gato como la mascota de mi vecina, es decir, ese
gato estaba en el motor de mi auto desde que salí de casa.
El animalito no se
movía, ni hacía ruidos, sólo respiraba con dificultad. Informé los hechos a mi
papá, que ya estaba dispuesto a darme indicaciones para reparar el auto, cuando
le dije que traía un gato en el motor y no en la cajuela se quedó con la boca
abierta. Empecé a buscar entre la gente alguien que pudiera ayudarme con mi
ataque histérico de: “soy una indefensa damisela”. De inmediato mis ojos se
fijaron en un hombre de aspecto muy rudo que iba caminando por la calle. Gordo,
grandote, pelón, mal encarado, que si me lo encuentro en otro momento seguro me
cambio de acera, pero bueno, era lo que había y le pedí ayuda. ¿Me puedes ayudar a sacar al gato de ahí?, le
pregunté; la verdad no me atrevo a
tocarlo, creo que está herido. En un discurso muy parecido a un bla, bla, bla,
le expuse todos mis temores y la razón por la cual, necesitaba de su valeroso
acto. El prospecto de Jason Statham con sobrepeso que me pepené, solo
atinó a decir con su voz ronca: "Híjole, es que no me gustan los gatos". ¡¡Qué!! Mi
tono de damisela en apuros cambió inmediatamente por el de, muy de moda,
matriarcado opresor. Yo tampoco soy fan de los gatos, pero seguro está sufriendo
y necesito moverme de aquí, le dije en tono de regaño y clavándole el puñal
de la culpa. El caso que el tipo no hizo
nada, era inmune a mi sufrimiento, y al del gato, claro está, pero se quedó a
mi lado en calidad de observador.
Hay que buscar algo con
que picarle, dijo el gallardo caballero.
Y ante los ojos de pistola que le dediqué, me dijo que era nada más para
que asomara la cabeza, así que Don
Metiche agarra una ramita y me la da. O sea, ¡ni pa’ eso! La ramita no fue
necesaria, en ese momento el gato sacó la cabeza y empezó a maullar, yo seguía
pensando que estaba herido, lo pensé unos segundos más hasta que Don Metiche me
sacó de la indecisión cuando me confirmó que no me iba a servir para nada. Me
dan miedo los gatos, me dijo el inocente bodoque de uno ochenta y ciento diez
kilos. Estuve a punto de decirle ya lárgate de que aquí, pero la verdad es que
el supuesto badass que escogí, estaba
muy interesado en ver cómo terminaba la historia.
Me acerqué al gato y lo
acaricié en la cabeza. El minino no dio señales de querer arrancarme la mano y
tampoco opuso resistencia, así que finalmente lo tomé con las dos manos y lo
saqué. No tenía rastros de sangre, sólo estaba lleno de grasa. Lo agarré con
más confianza para revisarlo y no parecía que la maniobra le causara algún
dolor. Tenía una herida superficial en el lomo, perdió pelo en esa parte, pero
no sangraba. Cuando lo vi completo, lo identifiqué como el gato de la vecina, madre
de dos chicas amigas de mi hija, una de ellas, estudiante del último año de
veterinaria. Ya no lo pensé más y lo subí al carro. Todavía despedí al inútil con
un: muchas gracias.
Mi papá no podía creer
lo que estaba haciendo, "¿a dónde vas con ese animal? ¡Suéltalo!" Me dijo. "¡Ay no
papá! Este gato tiene dueño y de seguro lo andan buscando. Además necesita que
lo revisen". "Se te va a desangrar aquí y
luego cómo lo vas a sacar". No dije nada y miré al gato, estaba aterrado.
Conduje de regreso a casa, volteando a ver los signos vitales del peludo
pasajero. No puedo decir que iba más tranquila, porque ahora iba pensando en
dar la terrible noticia a las dueñas del gato. Mi predisposición al drama me
decía que el animal tenía una hemorragia interna, que se me iba a morir en el
carro o unas horas después de entregarlo… me iba a convertir en una “mata gatos”.
Me estacioné frente a la
casa de la víctima, no mi casa, la del gato y toqué la puerta. No esperé a que
me abrieran y fui a bajar el gato del carro. En cuanto extendí la mano para
sacarlo de abajo del asiento del copiloto, me sacó los dientes y yo me hice
para atrás. Por fortuna salió de la casa precisamente la casi veterinaria, le
pregunté si ellas tenían un gato anaranjado y me dijo que sí. Sin esperar a que
dijera nada más, le solté los acontecimientos, remarcándole que no sabía que el
gato se había metido solito en el motor y que yo no me di cuenta. La chica sin
perder la calma, esperó a que terminara de recitar todas las atenuantes con las
que contaba y me dijo: "ese no es mi gato, el mío está adentro de la casa".
Se acercó a ver al gato,
yo seguía parada como mensa por un lado. Ella tampoco lo tocó, pero lo
reconoció como un gato de la zona. "Lo he visto por aquí, debe ser de algún otro
vecino". Sacó su celular y le tomó una foto para subirlo a las redes sociales
del fraccionamiento junto con mi declaración de homicidio imprudencial. Con
mucho cuidado me acerqué de nuevo al gato y lo saqué del auto, lo sostuve en el
aire para que la doctora lo viera, le di la vuelta para que pudiera revisar la
herida en el lomo y lo empezó a acariciar, pese a que estaba todo lleno de
grasa. Se ve bien, me dijo, yo estaba segura que al menos estaba todo
magullado, pero me tranquilicé un poco. Hay esperanza, pensé.
Deposité con cuidado al
gato en el jardín, con la idea de ir a buscar un poco de agua para él y un birote para
el susto, mitad para él, mitad para mí. En cuanto se sintió con las cuatro
patas en tierra, el gato salió corriendo. "Ese gato no tiene nada señora, pero
gracias por preocuparse por nosotros". ¡Méndigo gato! Digo, la fama de
malagradecidos de los felinos es legendaria, pero la verdad es que me sentí
engañada. Todavía lo alcancé a ver cruzar la calle como si nada.
Como antecedente les
diré que ese felino oportunista, tenía al menos dos días metido en el carro,
porque mi auto no se movió en todo el fin de semana. Recuerdo haberlo escuchado
llorar como si estuviera frente a mi puerta, hasta renegué por la inconsciencia del minino que no iba a llorarle a su dueña para que le abriera. Caí en cuenta
que el animal (así despectivo) se metió al auto, tal vez para protegerse de la lluvia
de unos días antes y ya no pudo salir, así como se suben a los árboles y luego
no se saben bajar. De lo que no hay duda es que los muy ladinos en efecto
tienen siete vidas, porque ni el ayuno de dos días, la deshidratación, ni su
revolcada en el motor de mi auto pudieron con él y al final no quedé ni como
héroe, ni como asesina, sino como una víctima más de su astucia.
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