Experiencia gastronómica extrema
Hace
algunos meses, en este mismo espacio, les contaba sobre mi fascinación al
caminar por las calles de Tlacolula, Oaxaca en su “día de plaza”. En esta
ocasión la sensación no es precisamente mística, ya que este escenario tan peculiar
se encuentra en el corazón de la moderna Ciudad de México. El Mercado de San Juan Pugibet, es uno de los más importantes de América
Latina y no precisamente por su jitomate bola o sus calabacitas tiernas, sino
por sus rarezas culinarias, lo que convierte su visita en una experiencia extrema.
Antes de entrar al terreno de la
valentía gastronómica les diré que el también llamado Mercado de San Juan
Gourmet, tiene una larga historia, no es producto de la corriente hipster, aunque muchos de ellos caminan
por sus pasillos. El lugar que hoy ocupa el mercado, corresponde al barrio
prehispánico de Moyotlan, perteneciente a la república de indios de San Juan Tenochtitlan.
Este, en principio tianguis, comenzó a diversificar sus productos en la época
colonial, a finales del siglo XVI, cuando la zona se volvió muy popular entre
las familias españolas. Ante el aumento de la demanda de productos de la Madre
Patria, los ultramarinos se convirtieron en el distintivo de este mercado.
Este santuario gastronómico debe, en
gran parte su evolución a lo que ahora conocemos, al fenómeno de la migración. Según
el historiador Jesús R. Campos, durante el porfiriato aumentó la llegada a
México de personas europeas y asiáticas, lo que se reflejó en la diversidad de
los productos, el franquismo y la expansión comercial de los chinos completaron el cuadro.
Como advertencia debo mencionar que este
lugar no es precisamente barato. Los productos que aquí se venden son
importados en su mayoría, y los productos mexicanos son los considerados de
exportación. No es que sea inalcanzable,
eso tampoco, pero digamos que vale la pena invertir en una comida de vez en
cuando, o bien pasar a buscar ese raro ingrediente que no encuentra por ningún
lado.
Si lo que está buscando es un chile
relleno con guarnición de arroz y frijoles, déjeme decirle que está en el
mercado equivocado. Aquí el clásico menú “Godín” de las dos de la tarde puede
ser una baguette, chapata o unas tapas con gran variedad de embutidos y quesos que
pueden ir de 150 a 200 pesos. Esto le incluye el pan de su preferencia, la
selección de carnes, una entrada de queso, una degustación de vino tinto y un
postre. Todo delicioso.
Este lugar es perfecto para encontrar los ingredientes
para esa gran cena que le permitirá sacar sus dotes de chef. Se puede explayar entre gran variedad de frutas y verduras, no se sorprenda si encuentra
muchas que desconoce o que solo las había escuchado nombrar, como una gran
variedad de hongos, hortalizas gourmet, puerros, mastuerzo, borrajas, acederas
y targaninas. El jamón ibérico más caro del mundo es el de los cerdos manchados
de Jabugo, si su presupuesto se lo permite puede aunque sea probarlo, lo mismo
que los cortes de carne kobe. Pero si carne es lo que busca aquí se puede
considerar un prófugo de Greenpeace;
conejo, liebre, armadillo, venado, iguana, víbora, cocodrilo, ánsar, pato, perdices, salmón,
atún y otra gran cantidad de animales que no se imagina y que no los pongo en la
lista porque no me consta (y no me quiere constar) que en realidad se venden
allí.
Los insectos también tienen una sección
en este mercado y por cuestiones de presupuesto y de conciencia animal debo de
confesar, que antes de averiguar si en verdad había león o perro en alguno de
los refrigeradores, preferí entrarle al alacrán. El menú de insectos incluye
también: chapulín, chicatanas, gusanos de maguey, escamoles y jumiles. Por
fortuna en esta ocasión no vi ninguna tarántula por ahí, porque ese reto creo
que lo hubiera perdido.
Tal vez cualquier amante de la alta
cocina se hubiera conformado con probar los finísimos
jamones, yo iba por la adrenalina, y sin duda el alacrán me la dio. Lo pensé un
instante, hasta que caí en cuenta que si lo pensaba un segundo más,
hubiera desistido. Estaba nerviosa y emocionada al mismo tiempo. Este primo
lejano de las arañas, medía unos diez centímetros con tenazas y aguijón
de cola incluido. Ni siquiera pensé en el veneno, no pregunté si alguien había
tenido la delicadeza de “ordeñarlo” antes, o si post mortem y por vía oral no
causaba estragos. Estaba frito, aderezado con sal de gusano y limón. El
maridaje lo recomiendan con mezcal, que no dudo que sea nada más para el susto
del comensal, porque venir armada con un birote no me parecía suficiente.
El sabor viene inmediatamente después de
la primera mordida, de hecho no hacen falta muchas para devorarlo porque la
mitad es cola. Su sabor es muy agradable, casi puedo decir que delicioso sin
poder describirlo. La segunda mordida fue mucho más fácil, tanto que bien me
pude haber comido, al menos, otros tres. La emoción seguía latente después del
último bocado, estaba temblorosa y con la sensación de sentir al terrorífico
bicho caminando en mi paladar. Fue en ese momento en que me entró la preocupación por el detalle del veneno, que no se me ocurrió preguntar antes, pero si está leyendo esto, es porque sigo viva.
El
alacrán sabe a euforia y como experiencia gastronómica extrema, lo hará
sentirse envalentonado y sin culpa por haber erradicado de la faz de la tierra
un insecto como este. Jamás me he tirado en paracaídas, pero para una tragona
como yo, esta experiencia la puedo comparar con eso. Las opciones para vivir
una aventura así son muchas en este mercado, así que no deje de visitarlo…
si se atreve.
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