27 feb 2018

Tlacolula de Matamoros, Oaxaca


Día de plaza


 “México, con su nopal y su serpiente; México florido y espinudo,
 seco y huracanado, violento de dibujo y de color,
 violento de erupción y creación, me cubrió con
 su sortilegio y su luz sorpresiva.

Lo recorrí por años enteros de mercado a mercado.
 Porque México está en los mercados.
 No está en las guturales canciones de las películas,
ni en la falsa charrería de bigote y pistola.
México es una tierra de pañolones color carmín
 y turquesa fosforescente. México es una tierra de vasijas
 y cántaros y de frutas partidas bajo un enjambre de insectos.
 México es un campo infinito de magueyes de tinte
azul acero y corona de espinas amarillas.

Todo esto lo dan los mercados más hermosos del mundo.
 La fruta y la lana, el barro y los telares, muestran el poderío
 asombroso de los dedos mexicanos fecundos y eternos.”

Fragmento del libro:

“Confieso que he vivido. Memorias”. Pablo Neruda



Siempre he pensado que todo viajero que se respete, debe tener cierta afición por los mercados. Quizá lo pienso porque yo los disfruto en demasía, tal vez más que un bello atardecer en alguna playa exótica o incluso más que un largo recorrido en alguno de los museos más famosos del mundo.



Los mercados, así como los tianguis, nos adentran a los más representativo del lugar que visitamos, como puede ser su artesanía, su comida y desde luego, su gente. México cuenta con mercados maravillosos, pero cuando hablamos de Oaxaca el tema pierde la proporción sensata, se desborda. Ni siquiera voy a intentar hacer un cálculo aproximado, ya que este bello Estado de la República Mexicana cuenta con 570 municipios, ¿qué tantos mercados y tianguis se le ocurre que puede tener?



El municipio de Tlacolula de Matamoros, está ubicado a unos 30 kilómetros al sureste de la capital oaxaqueña, rumbo a Mitla. Conocido en zapoteco como: Guillbaan, “Pueblo de sepulcros”, cuenta con un mercado que está abierto todos los días del año, pero cada domingo, desde tiempos prehispánicos, tiene lugar entre sus calles el “Día de plaza”.



En el séptimo día de la creación, las principales calles de la localidad ceden sus espacios a cientos y cientos de mercaderes que viajan de poblaciones cercanas a vender el producto de su cosecha, animales, herramientas, ropa típica, artesanías y desde luego, tejate (bebida a base de maíz y cacao), o bebidas espirituosas como pulque y mezcal. No olvide incluir en su compra para acompañar a éste último unas naranjitas y sal de gusano.



Es imposible no caer presa del embrujo y la fascinación de visitar este tianguis que hace las veces de una Torre de Babel multicolor. Voces zapotecas, mixes, triquis (por mencionar algunas), se mezclan no sólo con el español, sino con las lenguas de los turistas de todo el mundo que caminan por aquí, entre manojos de rábanos, cebollas y ajos o pilas y pilas de calabacitas, zanahorias y jitomates.


En la infinidad de tendidos ya sea en el suelo o en mesas improvisadas, se pueden ver comales, tarros, salseras y hasta coladores de barro color rojo proveniente de San Marcos Tlapazola; ahora que si prefiere el barro negro de San Bartolo Coyotepec o el verde de Santa María Atzompa, también los encontrará por aquí. ¿Una blusa bordada? ¿De qué región la quiere? Hay muchas para escoger entre bordados, colores y estilos.





Ya sea entre las calles o en el interior del mercado podrá encontrar hermosas flores, preparar su propia molienda de café o chocolate, escoger entre la gran variedad de chiles y semillas, comprar un machete o una hamaca. Con decirle que se puede llevar el pollo, guajolote, lechón o conejo con la piel y las plumas puestas, vivitos y coleando. Experiencia que desde luego preferí pasar por alto.


¿Qué habrá de la gastronomía oaxaqueña que no le hayan contado ya? Pues aquí encontrará de todo, todito. Memelas, quesadillas, empanadas, tlayudas (pero por supuesto), mole del que quiera: negro, coloradito, amarillo y verde con espinazo. Chiles rellenos, chapulines, tasajo, atoles y etcétera hasta la eternidad. Como hasta donde dé su capacidad estomacal, pero no salga de ahí sin probar la legendaria barbacoa de Tlacolula o su famoso pan de yema.


Las marchantas de largas faldas coloridas y con sus cabezas cubiertas por vistosas pañoletas o paliacates pululan por las calles, pregonando sus productos y prestas a ofrecerte “una probadita”, con lo que el recorrido de este día de plaza se convierte en una larga mesa de buffet. Entre muchos de los mercaderes todavía se practica el intercambio de productos o trueque, lo cual le añade un encanto especial.

Quizá le resulte imposible de creer que este lugar existe sin el encarecimiento de los intermediarios. Los indígenas vienen a vender los huevos de sus gallinas, los aguacates que cortaron en su corral momentos antes de instalarse aquí. Productos de excelente calidad, muchos con categoría de orgánicos y/o artesanales a precios tan económicos que no podrá creerlo.


No abandone la localidad sin visitar la casa del milagroso Señor de Tlacolula, una construcción del siglo XVI, la cual cuenta con muchos detalles indígenas. Anexa a la Parroquia, se construyó un siglo después una capilla con una decoración barroca impresionante por su labra decorada en plata y oro.


Tlacolula de Matamoros no figura entre los recorridos turísticos más populares, y la razón radica el esfuerzo sobrehumano que tendría que hacer el guía para sacar a los turistas de ahí. Al menos ese sería mi caso, porque me podría pasar el día entero recorriendo las calles en ese día de plaza, que entre frutas, flores y verduras asoma la riqueza cultural de una tierra bendita por Dios.



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