El Chilango
*Relato inspirado en hechos reales
Que chingona puede ser la vida cuando estás joven, mi vida no ha sido fácil, yo no crecí en una familia acomodada como dicen por ahí, pero siempre encontré la manera de pasarla bien. Tal vez fui un poco irresponsable, ¿quién no lo ha sido en su juventud? Es parte de nuestro aprendizaje y yo finalmente aprendí que si algo quería tener en la vida, tenía que echarle ganas.
El amor me pegó con ganas,
me casé muy joven, le entré a la pasión con Marisa y quedó embarazada, no me aguanté, si estaba rete bonita la
escuincla, tenía cara de chiquilla aunque era más grande que yo. Yo no me eché
para atrás, le cumplí y nos casamos, sin
lana pero con hartas ganas. La bronca es que de amor no se vive y había que
talonearle, en el DF las cosas no son fáciles. Para mí no hubo un padre, mi
madre murió, y fue mi abuela la que se encargó de mí. En mi familia había muchos
maestros, yo hice varios intentos por ser uno de ellos, pero por una cosa o por
otra no lo lograba.
Marisa también era maestra y
me dijo que en Guerrero había una escuela en donde yo podía estudiar sin tener
que pagar, además ahí me darían techo y comida. Estaba lejos, pero después de
unos años yo podría ser maestro y mantener aunque sea de forma modesta a mi
familia. Marisa se la jugó conmigo y yo me fui prometiendo hacer mi mejor
esfuerzo y volver.
Para empezar tenía que
averiguar cómo llegar a esa famosa escuela que está en Guerrero, Tixtla me
dijeron que era el municipio, pero no nada más era llegar al pueblo ese de
Tixtla, debía seguir mi camino hasta Ayotzinapa. Ahí estaba justo frente a mí
la famosa escuela esa de Raúl Isidro Burgos, la Escuela Normal Rural. Yo nunca
había visto una escuela como esa con un buen de murales por todas las paredes,
muchas imágenes de lucha, el Che Guevara y frases, muchas frases por todos
lados; me paré como menso frente a una que leí en voz alta:
“Si avanzo, sígueme. Si
avanzo, empújame. Si me matan, véngame. Si te traiciono, mátame”
¡Ah chingado pues qué
enseñan en esta escuela! Nomás pelé lo ojos pero ya estaba ahí y tenía que
hacer mi examen de admisión, así que después de preguntar por dónde me iba, logré llegar al salón y escribí mi nombre en el examen, ¡chingue a su madre!, dije, y con la letra chueca escribí: Julio César Mondragón Fontes.
No podía estar más feliz, pasé el examen y pronto comenzaría las clases, parecía que la vida al fin me estaba sonriendo. Estaba enamorado, tenía una bebé hermosa, por fin iba a cumplir mi sueño de ser maestro, todo sería para mejorar de aquí en adelante.
No podía estar más feliz, pasé el examen y pronto comenzaría las clases, parecía que la vida al fin me estaba sonriendo. Estaba enamorado, tenía una bebé hermosa, por fin iba a cumplir mi sueño de ser maestro, todo sería para mejorar de aquí en adelante.
Yo no era el único fuereño,
como venía del distrito me decían El Chilango, aunque no era de ahí, yo nací en Tlaxcala,
les valió madre y me siguieron diciendo así. Había chavos de muchas partes del
país, yo estaba en el primer año pero había otros mucho más chicos que yo,
pronto nos hicimos cuates y comencé a entender esas frases de los muros de la
escuela.
En la escuela de Ayotzinapa
nos hablaban mucho de los movimientos sociales, de nuestro deber con el pueblo
de México, sobre todo con los más necesitados como los campesinos, los pobres y
los indígenas. La escuela ya tenía fama de ser un centro de formación de
guerrilleros, pero no era a pelear lo que nos enseñaban, los maestros no nos
incitaban a crear terror, pero si nos enseñaban a no agacharnos, a defender
nuestras ideas y a reprobar lo que los malos gobiernos hacen. La escuela era
pobre, teníamos muchas limitaciones, sin embargo, siempre los maestros la describían orgullosa, ya tenía su fama, uno de los maestros me dijo que muchas veces el
gobierno la había considerado una amenaza porque tenía alma liberal.
Se aproximaba la fecha de recordar a los estudiantes muertos en la matanza de 1968 en Tlatelolco y la escuela organizó, como cada año, una colecta para recabar fondos y participar en esa marcha en la ciudad de México, así que salimos a “botear”, detuvimos unos camiones en ruta, no era precisamente pedir prestado, pero los chóferes los entregaban sin mayor problema, las personas que iban ahí se bajan, algunos iban enojados claro y nos decían de cosas. Una vez que se bajaron en el camión nos fuimos a Iguala para hacer nuestra colecta.
Cuando llegamos Iguala no
nos dejaban pasar, algo estaba haciendo la esposa del presidente municipal,
creo que daba el informe del DIF o algo
así, pero nosotros estábamos tercos a llegar al centro de Iguala, ahí
estaba la mayoría de la gente y era en donde podíamos conseguir más dinero. La
policía nos cerró el paso, nos íbamos por otra calle y nos seguían, hasta
divertido se estaba poniendo, estábamos jugando tratando de burlar a los
policías, junto a mí estaba César Manuel (mi tocayo) se reía como si estuviera
haciendo una travesura.
-Quitar los camiones a los
chóferes ya ni tiene chiste, me decía, los estudiantes se los han quitado para
usarlos tantas veces que ya los dan sólitos, pero esta persecución está chida.
-¿Crees que nos metan al
bote por habernos llevado el camión? Le pregunté
-Usted no se me asuste mi
Chilango, no nos va a pasar nada, no se tome la vida demasiado en serio; nunca
saldrá usted vivo de ella*. Y
con más ganas se reía.
-Estás bien pinche loco le
dije y me reí junto con él.
Unas calles más adelante el camión se detuvo, la policía nos cerró totalmente el paso, uno de los muchachos que iba adelante en el camión se bajó para hablar con los policías, ya estaba oscuro eran como las ocho de la noche, yo no podía ver bien, había muchos chavos parados y gritando, de repente se oyeron unos disparos, por puro reflejo nos agachamos y unos empezaron a gritar “Pélense que nos van a quebrar”, unos salían a empujones del camión, otros estaban agachados sin decidirse a salir, yo no sabía qué hacer, el tocayo me jaló y me dijo ¡vámonos guey!
Salí corriendo medio
agachado del camión siguiendo a mi compañero, se seguían oyendo los disparos,
me cubría la cabeza con los brazos, casi me tropiezo con el muchacho que había
salido a hablar con los policías, estaba tirado en el piso en un charco de
sangre, le metieron un tiro en la cabeza, ahí fue cuando en verdad me asusté,
lo mataron, así nada más por bajarse del camión ¡los policías lo mataron! Y me
van a matar a mí también. Las ráfagas no paraban, tanto traté de agacharme que
finalmente me caí, estaba tratando de levantarme cuando dos policías me jalaron
y me empezaron a golpear, a empujones me subieron a una camioneta, arrancaron
mientras me seguían golpeando, más adelante la patrulla se detuvo y me bajaron
arrastrando, no me podía poner en pie.
Me metieron en una
casa, tenía unos pocos muebles sucios y
destartalados, había restos de empaques de comida, ceniceros llenos de
colillas, al fondo había como un almacén grande, estaba oscuro, no
completamente, pero la luz era poca ahí adentro; había hombres armados, esos no
tenían uniformes pero se notaba que conocían a los policías que me llevaban.
Los policías entraron conmigo a rastras, ellos y los otros hombres me gritaban,
me aventaron al suelo y me seguían golpeando sin parar, yo me cubría lo más que
podía, pero los golpes eran demasiados. Recuerdo el olor a orines y a otra
cosa, un olor como ácido y salitroso. Poco podía ver, porque me tapaba la cara
para protegerme de los golpes, había
sangre seca en el piso, mi sangre estaba cayendo sobre la de alguien más, había
ropa y zapatos amontonados en una
esquina.
De repente dejaron de
golpearme, me agarraron de los cabellos para levantarme del piso y me sentaron en
una silla, ya no podía ver casi nada, tenía los ojos cerrados y reventados de
tanto golpe. Un tipo al que nunca vi la cara me amarró con cinta los pies y las
manos. Me gritaban cosas que ya no entendía, yo sólo suplicaba entre un sollozo
y otro. Ya no pude articular palabra otra vez y aunque hubiera podido no había
palabras que alcanzaran a expresar lo que me pasaba, el dolor era terrible,
sentí la hoja del cuchillo cortando mi cara, entre gritos suplicaba, entre
gritos pedía perdón sin saber por qué debía de pedirlo. Nada, nada había hecho
yo en la vida que mereciera una tortura como esta, el dolor era insoportable y
ellos se encargaron de que pareciera eterno. Gracias a Dios que finalmente todo
terminó y el dolor se detuvo.
Nunca volví a ver a Marisa
ni a Sayuri mi hija de dos meses, no cumplí mi promesa, no volví y no me
convertí en maestro, pero de alguna manera, de la manera más atroz que pueda
existir dejé una enseñanza. Sólo estuve
en la escuela por un mes pero mi imagen ha recorrido el mundo, mi cara
descarnada y las cuencas de mis ojos vacías fueron el mensaje que enviaron mis
captores: Tu país es mío. El mensaje estaba escrito en mayúsculas y firmado con sangre…mi sangre.
No hubo disparos, de ninguna manera, eso hubiera sido un gesto de humanidad, no sé porque las autoridades dijeron que me habían dado un tiro, seguramente querían restarle atrocidad a mi muerte. Tal vez parece algo sin mayor importancia, pero no es trágico simplemente morir, la gente muere a tiros todos los días, la gente muere en agonía por enfermedades terribles o en accidentes que se pudieron evitar, pero morir de esta manera no tiene justificación, no tiene perdón y seguramente tampoco tendrá justicia.
Los reportes forenses
confirman que fui desollado vivo, si es que a ese preciso momento se le puede
llamar vida. Marisa no se puede explicar
el porqué de mi tortura, ¿por qué un joven estudiante de 22 años había muerto
así? La pobre chiquilla le gritaba entre sollozos, pero parada frente a frente,
al Presidente Enrique Peña Nieto, él nunca respondió.
Unas semanas después el
gobierno le haría de llegar a Marisa la cantidad de dinero que consideraron
suficiente para “reparar el daño”. Le dieron un cheque por diez mil pesos
mexicanos, el equivalente a ochocientos dólares en ese momento. Esos pesos eran el valor que
mi país me daba, eso debería ser suficiente para compensar a mi mujer y a mi
hija por mi muerte en manos de los que deberían de estar para defenderme y no
para torturarme. Mi país no estaba
conforme con mi sufrimiento ni con el de mi familia, el dolor no era
suficiente, no conformes con entregar
mis restos mutilados, regresaron una vez más para insultar a mi mujer con una
mentada de madre al portador.
Mis compañeros finalmente me
alcanzaron en el viaje, nunca llegamos a la conmemoración de la matanza de
Tlatelolco pero protagonizamos nuestra propia matanza, nos volvimos un número
más en la larga lista de “eventos aislados”, de esos que de repente se asoman a
la superficie de México y que el resto del mundo puede ver a distancia. Muchos
de mis compañeros murieron torturados como yo, los más afortunados recibieron
un tiro. Sus padres han emprendido un largo caminar para pedir que vuelvan.
“Vivos se los llevaron, vivos los queremos” así le gritan a la nada.
Hoy nos podemos pasear por los pasillos de nuestra escuela y encontrar todo el sentido de las frases en sus paredes, hoy espero que los que vienen atrás se vuelvan con esa dignidad rebelde que en un principio yo no entendía, que se vuelvan no a vengarnos pero si a pedir que se nos haga justicia. Que no se agachen y que no permitan que en los libros de historia, en esos libros de historia que nunca llegamos a compartir con nuestros alumnos, la historia de México se siga escribiendo con sangre.
“Desgraciados los pueblos
donde la juventud no haga temblar al mundo y los estudiantes se mantengan
sumisos ante el tirano".
Lucio Cabañas
(Maestro
rural, egresado de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa)
*Frase de Elbert Hubbard.
Ensayista estadounidense.
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