4 dic 2014

43 Estudiantes desaparecidos, pero hay más historias que contar

El Chilango

*Relato inspirado en hechos reales

Que chingona puede ser la vida cuando estás joven, mi vida no ha sido fácil, yo no crecí en una familia acomodada como dicen por ahí, pero siempre encontré la manera de pasarla bien. Tal vez fui un poco irresponsable,  ¿quién no lo ha sido en su juventud? Es parte de nuestro aprendizaje y yo finalmente aprendí que si algo quería tener en la vida, tenía que echarle ganas.

El amor me pegó con ganas, me casé muy joven, le entré a la pasión con Marisa y quedó embarazada,  no me aguanté, si estaba rete bonita la escuincla, tenía cara de chiquilla aunque era más grande que yo. Yo no me eché para atrás,  le cumplí y nos casamos, sin lana pero con hartas ganas. La bronca es que de amor no se vive y había que talonearle, en el DF las cosas no son fáciles. Para mí no hubo un padre, mi madre murió, y fue mi abuela la que se encargó de mí. En mi familia había muchos maestros, yo hice varios intentos por ser uno de ellos, pero por una cosa o por otra no lo lograba.

Marisa también era maestra y me dijo que en Guerrero había una escuela en donde yo podía estudiar sin tener que pagar, además ahí me darían techo y comida. Estaba lejos, pero después de unos años yo podría ser maestro y mantener aunque sea de forma modesta a mi familia. Marisa se la jugó conmigo y yo me fui prometiendo hacer mi mejor esfuerzo y volver.

Para empezar tenía que averiguar cómo llegar a esa famosa escuela que está en Guerrero, Tixtla me dijeron que era el municipio, pero no nada más era llegar al pueblo ese de Tixtla, debía seguir mi camino hasta Ayotzinapa. Ahí estaba justo frente a mí la famosa escuela esa de Raúl Isidro Burgos, la Escuela Normal Rural. Yo nunca había visto una escuela como esa con un buen de murales por todas las paredes, muchas imágenes de lucha, el Che Guevara y frases, muchas frases por todos lados; me paré como menso frente a una que leí en voz alta:

“Si avanzo, sígueme. Si avanzo, empújame. Si me matan, véngame. Si te traiciono, mátame”

¡Ah chingado pues qué enseñan en esta escuela! Nomás pelé lo ojos pero ya estaba ahí y tenía que hacer mi examen de admisión, así que después de preguntar por dónde me iba, logré llegar al salón y escribí mi nombre en el examen, ¡chingue a su madre!, dije, y con la letra chueca escribí: Julio César Mondragón Fontes.


No podía estar más feliz, pasé el examen y  pronto comenzaría las clases, parecía que la vida al fin me estaba sonriendo. Estaba enamorado, tenía una bebé hermosa, por fin iba a cumplir mi sueño de ser maestro, todo sería para mejorar de aquí en adelante.


Comencé las clases en el mes de agosto del 2014, la escuela estaba muy lejos de ser un internado de niños fresas, más  parecía una cárcel, dormíamos en el suelo sobre unos cartones, no comíamos como reyes pero si nos alimentaban, debíamos de lavar la ropa y colgarla en los barandales de la escuela, neta, neta, neta que nunca pensé que las escuelas eran así.

Yo no era el único fuereño, como  venía del distrito  me decían El Chilango, aunque no era de ahí, yo nací en Tlaxcala, les valió madre y me siguieron diciendo así. Había chavos de muchas partes del país, yo estaba en el primer año pero había otros mucho más chicos que yo, pronto nos hicimos cuates y comencé a entender esas frases de los muros de la escuela.

En la escuela de Ayotzinapa nos hablaban mucho de los movimientos sociales, de nuestro deber con el pueblo de México, sobre todo con los más necesitados como los campesinos, los pobres y los indígenas. La escuela ya tenía fama de ser un centro de formación de guerrilleros, pero no era a pelear lo que nos enseñaban, los maestros no nos incitaban a crear terror, pero si nos enseñaban a no agacharnos, a defender nuestras ideas y a reprobar lo que los malos gobiernos hacen. La escuela era pobre, teníamos muchas limitaciones, sin embargo, siempre los maestros la describían orgullosa, ya tenía su fama, uno de los maestros me dijo que muchas veces el gobierno la había considerado una amenaza porque tenía alma liberal.


Se aproximaba la fecha de recordar a los estudiantes muertos en la matanza de 1968 en Tlatelolco y la escuela organizó, como cada año, una colecta para recabar fondos y participar en esa marcha en la ciudad de México, así que salimos a “botear”, detuvimos unos camiones en ruta, no era precisamente pedir prestado, pero los chóferes los entregaban sin mayor problema, las personas que iban ahí se bajan, algunos iban enojados claro y nos decían de cosas. Una vez que se bajaron en el  camión nos fuimos a Iguala para hacer nuestra colecta.

Cuando llegamos Iguala no nos dejaban pasar, algo estaba haciendo la esposa del presidente municipal, creo que daba el informe del DIF o algo  así, pero nosotros estábamos tercos a llegar al centro de Iguala, ahí estaba la mayoría de la gente y era en donde podíamos conseguir más dinero. La policía nos cerró el paso, nos íbamos por otra calle y nos seguían, hasta divertido se estaba poniendo, estábamos jugando tratando de burlar a los policías, junto a mí estaba César Manuel (mi tocayo) se reía como si estuviera haciendo una travesura.

-Quitar los camiones a los chóferes ya ni tiene chiste, me decía, los estudiantes se los han quitado para usarlos tantas veces que ya los dan sólitos, pero esta persecución está chida.

-¿Crees que nos metan al bote por habernos llevado el camión? Le pregunté

-Usted no se me asuste mi Chilango, no nos va a pasar nada, no se tome la vida demasiado en serio; nunca saldrá usted vivo de ella*.  Y con más ganas  se reía.

-Estás bien pinche loco le dije y me reí junto con él.


Unas calles más adelante el camión se detuvo, la policía nos cerró totalmente el paso, uno de los muchachos que iba adelante en el camión se bajó para hablar con los policías, ya estaba oscuro eran como las ocho de la noche, yo no podía ver bien, había muchos chavos parados y gritando, de repente se oyeron unos disparos, por puro reflejo nos agachamos y unos empezaron a gritar “Pélense que nos van a quebrar”, unos salían a empujones del camión, otros estaban agachados sin decidirse a salir, yo no sabía qué hacer, el tocayo me jaló y me dijo ¡vámonos guey!

Salí corriendo medio agachado del camión siguiendo a mi compañero, se seguían oyendo los disparos, me cubría la cabeza con los brazos, casi me tropiezo con el muchacho que había salido a hablar con los policías, estaba tirado en el piso en un charco de sangre, le metieron un tiro en la cabeza, ahí fue cuando en verdad me asusté, lo mataron, así nada más por bajarse del camión ¡los policías lo mataron! Y me van a matar a mí también. Las ráfagas no paraban, tanto traté de agacharme que finalmente me caí, estaba tratando de levantarme cuando dos policías me jalaron y me empezaron a golpear, a empujones me subieron a una camioneta, arrancaron mientras me seguían golpeando, más adelante la patrulla se detuvo y me bajaron arrastrando, no me podía poner en pie.

Me metieron en una casa,  tenía unos pocos muebles sucios y destartalados, había restos de empaques de comida, ceniceros llenos de colillas, al fondo había como un almacén grande, estaba oscuro, no completamente, pero la luz era poca ahí adentro; había hombres armados, esos no tenían uniformes pero se notaba que conocían a los policías que me llevaban. Los policías entraron conmigo a rastras, ellos y los otros hombres me gritaban, me aventaron al suelo y me seguían golpeando sin parar, yo me cubría lo más que podía, pero los golpes eran demasiados. Recuerdo el olor a orines y a otra cosa, un olor como ácido y salitroso. Poco podía ver, porque me tapaba la cara para protegerme de los golpes,  había sangre seca en el piso, mi sangre estaba cayendo sobre la de alguien más, había ropa y zapatos amontonados  en una esquina.

De repente dejaron de golpearme, me agarraron de los cabellos para levantarme del piso y me sentaron en una silla, ya no podía ver casi nada, tenía los ojos cerrados y reventados de tanto golpe. Un tipo al que nunca vi la cara me amarró con cinta los pies y las manos. Me gritaban cosas que ya no entendía, yo sólo suplicaba entre un sollozo y otro. Ya no pude articular palabra otra vez y aunque hubiera podido no había palabras que alcanzaran a expresar lo que me pasaba, el dolor era terrible, sentí la hoja del cuchillo cortando mi cara, entre gritos suplicaba, entre gritos pedía perdón sin saber por qué debía de pedirlo. Nada, nada había hecho yo en la vida que mereciera  una tortura como esta, el dolor era insoportable y ellos se encargaron de que pareciera eterno. Gracias a Dios que finalmente todo terminó y el dolor se detuvo.

Nunca volví a ver a Marisa ni a Sayuri mi hija de dos meses, no cumplí mi promesa, no volví y no me convertí en maestro, pero de alguna manera, de la manera más atroz que pueda existir dejé una enseñanza.  Sólo estuve en la escuela por un mes pero mi imagen ha recorrido el mundo, mi cara descarnada y las cuencas de mis ojos vacías fueron el mensaje que enviaron mis captores: Tu país es mío. El mensaje estaba escrito en mayúsculas y  firmado con sangre…mi sangre.


No hubo disparos, de ninguna manera, eso hubiera sido un gesto de humanidad, no sé porque las autoridades dijeron que me habían dado un tiro, seguramente querían restarle atrocidad a mi muerte. Tal vez parece algo sin mayor importancia, pero no es trágico simplemente morir, la gente muere a tiros todos los días, la gente muere en agonía por enfermedades terribles o en accidentes que se pudieron evitar, pero morir de esta manera no tiene justificación, no tiene perdón y seguramente tampoco tendrá justicia.

Los reportes forenses confirman que fui desollado vivo, si es que a ese preciso momento se le puede llamar vida.  Marisa no se puede explicar el porqué de mi tortura, ¿por qué un joven estudiante de 22 años había muerto así? La pobre chiquilla le gritaba entre sollozos, pero parada frente a frente, al Presidente Enrique Peña Nieto, él nunca respondió.

Unas semanas después el gobierno le haría de llegar a Marisa la cantidad de dinero que consideraron suficiente para “reparar el daño”. Le dieron un cheque por diez mil pesos mexicanos, el equivalente a ochocientos dólares en ese momento. Esos pesos eran el valor que mi país me daba, eso debería ser suficiente para compensar a mi mujer y a mi hija por mi muerte en manos de los que deberían de estar para defenderme y no para torturarme.  Mi país no estaba conforme con mi sufrimiento ni con el de mi familia, el dolor no era suficiente, no conformes con  entregar mis restos mutilados, regresaron una vez más para insultar a mi mujer con una mentada de madre al portador.

Mis compañeros finalmente me alcanzaron en el viaje, nunca llegamos a la conmemoración de la matanza de Tlatelolco pero protagonizamos nuestra propia matanza, nos volvimos un número más en la larga lista de “eventos aislados”, de esos que de repente se asoman a la superficie de México y que el resto del mundo puede ver a distancia. Muchos de mis compañeros murieron torturados como yo, los más afortunados recibieron un tiro. Sus padres han emprendido un largo caminar para pedir que vuelvan. “Vivos se los llevaron, vivos los queremos” así le gritan a la nada.


Hoy nos podemos pasear por los pasillos de nuestra escuela y encontrar todo el sentido de las frases en sus paredes, hoy espero que los que vienen atrás se vuelvan con esa dignidad rebelde que en un principio yo no entendía, que se vuelvan no a vengarnos pero si a pedir que se nos haga justicia. Que no se agachen y que no permitan que en los libros de historia, en esos libros de historia  que nunca llegamos a compartir con nuestros alumnos, la historia de México se siga escribiendo con sangre.


“Desgraciados los pueblos donde la juventud no haga temblar al mundo y los estudiantes se mantengan sumisos ante el tirano".
Lucio Cabañas
(Maestro rural, egresado de la Escuela Normal Rural de Ayotzinapa)




*Frase de Elbert Hubbard. Ensayista estadounidense.



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